El papel a 451 grados Fahrenheit, como nos recordó Ray Bradbury en su archiconocida novela. El libro, para entrar en el mundo digital, ha tenido que pagar un severo peaje: se ha dejado las páginas por el camino.

Los locos por el papel y el olor a tinta recibimos a diario un bombardeo sobre las bondades de las publicaciones digitales, que si la deforestación, que si el espacio y los megas… tranquilos, no soy el Scroodge del papel, vivo y convivo con libros digitales, casi en perfecta armonía con los de papel.

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Llevamos 500 años acompañados del libro en papel. Su concepto es indiscutible, pocos inventos del ser humano han conservado su forma y función tanto tiempo. Mientras nos devanamos los sesos calculando el tiempo de vida que les queda, la tecnología nos ofrece la posibilidad de evolucionar contenedor y contenido. Y aquí viene el primer gran problema: armonizar las posibilidades de los dispositivos lectores con los formatos de archivos.

Mientras que en el mundo de papel editores, maquetadores e impresores tienen un control milimétrico sobre la apariencia que tienen las páginas, el diseñador de libros electrónicos está despojado de ese poder, limitado a controlar el orden de los contenidos. Es el lector –humano– el que a un toque de botón decide tipografía y cuerpo, ajuste de márgenes, incluso el color de fondo de la página.

Desde que en mi trabajo diario entró el libro digital, no he parado de coleccionar impresiones, ideas y dudas sobre el medio y el formato. Así que las iré compartiendo por aquí en pequeñas dosis digeribles.