Nadie dijo que la línea que describe un proceso creativo fuera recta. Generalmente suele ser un camino más o menos tortuoso. Uno planea un trayecto coherente del punto A al punto B y termina con un zigzag frenético que va de la X a la Z. Con este título quiero ejemplificar un proceso creativo –desgraciadamente muy común– y que comienza así:

Medir con calibre

La fase previa en la que dialogas con el cliente para recabar la mayor cantidad de información posible sobre el proyecto a realizar. Está el cliente del tipo «no sé, algo chulo y fresco», en cuyo caso hay que hacer acopio de paciencia, tirar de oficio y hacer de intérprete y/o medium. Pero también está el cliente del tipo «saca papel y lápiz que te voy a contar». No prefiero uno al otro, que conste, cada uno tiene sus ventajas y sus dificultades. Es este último tipo en el que me quiero centrar. Siempre me ha parecido inapropiada la expresión educar al cliente, presupone una ignorancia por su parte que muchas veces se torna convicción y el petardo te estalla en la cara. El cliente no tiene porqué saber –para eso estamos los creativos– lo que sí es deseable es que tenga la capacidad de explicar y decidir.

He tenido reuniones previas con clientes que en el primer contacto me han explicado con todo detalle: «quiero un elefante rosa con lunares verdes, con un sombrero mejicano y que esté tocando las maracas con la trompa mientras baila sobre las patas delanteras». A eso me refiero cuando digo medir con calibre: se parte de una información concreta, quizá demasiado rígida, que nos obliga a recopilar y descartar información y referencias. Nos ajustamos al guión, tratamos de ser precisos y audaces con la interpretación de las directrices del cliente.

Marcar con tiza

En esta segunda fase empieza el intercambio de versiones y opiniones. El cliente «rígido» suele ser muy crítico en esa etapa del proyecto y puede que descarte tajantemente nuestras propuestas. Hasta ahí bien, pero suele suceder que al ver concretadas de forma gráfica  sus indicaciones iniciales vea que aquello no termina de funcionar… quizá habría que quitarle el sombrero mejicano al elefante o cambiar los colores por otros más adecuados. Es decir, cambiamos la precisión del calibre por la imprecisión de la línea de tiza. Al menos ya sabemos lo que no le gusta o no le funciona. Tampoco sería el primer caso de cliente que después de veinte versiones considera que la primera que descartó es ahora la que más le convence. Aportar razones objetivas sobre tipografía, composición, ritmo, equilibrio, color, etc, ayuda bastante y debe formar parte de nuestros argumentos. Si tenemos suerte puede que salgamos de esta fase con un número reducido de itinerarios por los que continuar con nuestro trayecto creativo.

Cortar con hacha

Es el momento crítico de un proyecto. Suele coincidir con las fechas límite de las que dispone el cliente. Presa de un pánico repentino al ver que los plazos se agotan puede tomar decisiones precipitadas o forzadas. Aquí peligra todo lo realizado hasta el momento. Siguiendo con nuestro ejemplo, se puede dar el caso de que el elefante de repente se convierta en una ardilla con una gorra tocando el ukelele. Esto me recuerda un punto básico que conviene dejar muy claro desde el principio: ¿quién va a ser nuestro interlocutor válido y acreditado en el todo el proceso?. Es importante saberlo por si acaso la idea de la ardilla ha venido de un cargo intermedio que pasaba por ahí y ha decido hacer valer su opinión.

La buena cuestión es que en un plazo de tiempo impensable y con la capacidad de reacción limitada debemos pasar de un elefante a una ardilla. Somos profesionales y deberíamos ser capaces de hacerlo, pero los milagros no se dejan programar fácilmente.

Nos vemos en la tesitura de improvisar una solución gráfica después de haber analizado pros y contras de las directrices preliminares, aportado nuestro conocimiento y experiencia en la fase intermedia, descartado opciones que eran buenas candidatas –a veces incluso mejores que las finales– y ahí estamos: ajustando a toda prisa las proporciones de la gorra y el ukelele para que la ardilla se vea «chula y fresca».

La historia sería bien distinta si empezáramos midiendo con una cuerda, marcando con un lápiz y finalmente cortando (con tiempo) con un bisturí.