Ya llevamos suficientes años de revolución digital en el mundo editorial como para hacer balance sereno y documentado. Los gurús tecnológicos se han cansado de decirnos que «el modelo de negocio ha cambiado» pero ninguno se aventura a detallar con rigor cuál es el final de trayecto de ese cambio. La cúpula del sector editorial parece una comitiva de pollos descabezados corriendo sin rumbo. Todos aseguran conocer las nuevas reglas del juego y haber entendido que las pantallas están aquí para quedarse, pero muy pocos están sabiendo jugar según esas nuevas reglas.

Es inevitable que un modelo con quinientos años de eficacia haya sido el patrón de medida en los primeros intentos de concebir un «libro digital». Pero en la mayoría de los casos la revolución se ha limitado a clonar las virtudes del libro en papel, intentando igualar un invento de hace cinco siglos que sigue funcionando perfectamente sin necesidad de cambios.

Hacía falta diseñar ese dispositivo que reuniera los nuevos aportes del digital: las consultas en el diccionario, los subrayados, las notas, el copiar y pegar, el poder ampliar el tamaño del texto… y la industria ha vuelto a defraudarnos reviviendo antiguas batallitas del tipo «VHS contra BETA». Y ahí siguen, obligando a los lectores a decantarse por un formato u otro en detrimento de un estándar de facto que debería alimentarse de las aportaciones de todos ellos.

Si nada se lo impide, la vieja web será la que venga al rescate de los lectores digitales, aportando todas las tecnologías que ya están bien rodadas en su ámbito: el contenido audiovisual, la lectura no lineal, la selección y reordenación de contenidos, los sistemas de recomendación y valoración, el e-learning o los servicios de suscripción con acceso desde múltiples dispositivos. El Foro Internacional de Publicaciones Digitales (IDPF en sus siglas inglesas) y el Consorcio de la World Wide Web (W3C) están a un paso de definir un estándar de publicación digital creado por un verdadero comité de sabios y no por una industria dividida entre quienes quieren regalarnos la escopeta y cobrar por la munición, y quienes pretenden equiparar el costo del contenido digital con el del libro en papel.

Da la sensación de que a la industria se le escapan nichos de potenciales lectores digitales. El pastel es más grande de lo que dicen sus gráficas, pero hay que saber venderlo, aquí no vale eso de café para todos. Desde el jubilado que ha descubierto las bondades de su lector electrónico que cabe en el bolsillo, pasando por la quinceañera que lee cómics manga en su móvil camino del instituto o el geek que accede desde nueve dispositivos distintos a su revista favorita. Todos están consumiendo contenido digital. Todos demandan facilidades a la hora de elegir el qué, el cuándo, el cómo y el dónde. No me cuente usted que su plataforma digital necesita dos páginas de instrucciones para registrarme y disfrutar de sus contenidos. Sigue siendo más rápido alargar el brazo hasta la estantería y coger el ejemplar en papel. El que no tenga lo que el público demanda que se retire al rincón de pensar.

En medio de este panorama las grandes editoriales se empeñan en seguir imprimiendo una cantidad desorbitada de ejemplares en papel para inflar unas cifras que no se sabe muy bien a quién benefician. Seguimos confundiendo gimnasia con magnesia: ¿Cómo es posible que todavía hoy editoriales educativas pongan en el mercado libros de texto acompañados de un CD-ROM y etiquetas llamativas de «incluye contenidos multimedia online» a 50 euros la pieza?. Esta no es la revolución que nos habían prometido.