Estamos acostumbrados a verlo: alguna universidad, asociación, plataforma de contenidos, etc., invita —y en los mejores casos, paga— a un perfil de renombre a dar una charla. Es indiferente la disciplina a la que pertenezca dicha personalidad. Se sube a un escenario con luz tenue y pantalla gigante, le entregan un micrófono y comienza la fiesta.
Nunca como hasta ahora el acceso a los contenidos docentes ha sido tan desbordante. Para poder asomarnos a ese territorio exclusivo en el que los magos (casi) nos desvelan sus secretos, hace solo unas décadas era obligatorio pasar por la fase de aprendizaje —que en muchas disciplinas era sinónimo de semiesclavitud— hasta que el/la maestro/a nos bendecía con su aprobación.
Vuelvo un momento al escenario donde hemos dejado a nuestra estrella invitada. Tras las preceptivas presentaciones, introducciones y demás, podemos disfrutar de la sabiduría, la experiencia y el talento de personalidades de todos los campos. Desde lo artístico a lo filosófico, desde lo técnico a lo estratégico. Y a medida que el chou avanza a veces se produce un efecto bastante común: la estrella se calienta, se envalentona… a micro abierto y con público entregado es muy sencillo derrapar, caer en la tentación. A esa tentación la llamo «el síndrome de la cátedra espontánea». Se produce cuando nuestra estrella, llevada por la euforia, saca los pies del tiesto y se atreve a pontificar. Le sobreviene una suficiencia y una convicción que son difíciles de cuestionar en el calentón del momento. Y uno tiene una disyuntiva agridulce entre la contentación y la decepción. Contemplamos a nuestro admirado profesional recubrirse de una autoridad innecesaria, de una solemnidad que no aporta contenido al discurso.
Ojo, que soy el primero que babea disfrutando de charlas magistrales en línea, no seré yo el insensato que tire la primera piedra sobre el formato de «clase abierta». Me considero muy afortunado por tener acceso a ese tipo de contenidos, muchos de ellos, además, de forma gratuita. Mi reflexión va encaminada a cuestionar la conveniencia de convertir el conocimiento y la metodología en dogma que se administra en cómodas dosis. Saber hacer no es saber enseñar. En la tradición docente la cátedra ha sido el puesto reservado a esa complicada mezcla de sabiduría y talento para enseñar.
Estamos hartos de que adolescentes de todos los rincones del planeta nos expliquen a voces los conceptos más intrincados del conocimiento a base de tips y lifehacks. Y esa banalización parece contagiosa en muchos de los invitados e invitadas a esas charlas maestras.